Viaje a la ciudad perdida

Viaje a la ciudad perdida

En un rincón olvidado del mapa, donde las coordenadas se perdían entre leyendas y rumores, existía la ciudad de Aeloria, un lugar que solo resplandecía en los sueños de los más osados. Se decía que sus muros, construidos con cristal de estrellas, albergaban un saber ancestral, un conocimiento que podía cambiar el rumbo de la humanidad.

Javier, un joven arqueólogo de Madrid con más pasión que años, se adentró en los anales de la historia buscando pistas sobre esta urbe mítica. Con su inseparable amiga Luisa, una astrobióloga de Buenos Aires cuyo ingenio era tan brillante como sus rizados cabellos, formaron un equipo imbatible. Tras semanas de investigación, hallaron un antiguo códice que susurraba sobre un portal dimensional escondido en la selva de Guatemala, el cual prometía llevar a aquellos lo suficientemente valientes a Aeloria.

Una madrugada de verano, con mochilas cargadas de sueños y frascos de recuerdos, partieron hacia la jungla. La espesa vegetación los abrazaba, y los ecos de lo desconocido susurraban en sus oídos, mezclándose con el canto de aves exóticas y el murmullo de ríos cristalinos. Hasta que, en una explanada oculta, encontraron el portal: un arco iridiscente que pulsaba con una energía vibrante, como si el tiempo mismo estuviera atrapado en su esencia.

Al cruzarlo, una ola de luz los envolvió y, cuando la claridad se disipó, se encontraron en un mundo donde la geometría desafiaba la lógica. Aeloria se extendía ante ellos, brillante y viviente. Sus habitantes, seres etéreos con ojos que reflejaban constelaciones, los recibieron con abrazos de energía pura. “Habéis cruzado el umbral del conocimiento”, proclamó un anciano llamado Eryen, cuyas arrugas parecían mapas estelares.

Los días en Aeloria se transformaron en una danza de sabiduría. Los jóvenes exploraron los misterios del cosmos mientras Luisa se perdía en interminables conversaciones sobre la vida en otros planetas. Javier, por su parte, asombrado, registraba la fluidez del tiempo y el espacio. Sin embargo, en las sombras de su deleite, comenzó a sentir una inquietud: el tiempo real seguía transcurriendo fuera del portal. ¿Y si no podían regresar?

Con esta preocupación anidando en su mente, se dirigió a Eryen. El anciano, con la sabiduría de mil amaneceres, le sonrió y dijo: “El conocimiento es el viaje. Aeloria vive en el corazón de aquellos que buscan comprender. Si deseas tomar la ruta de vuelta, debes llevarte con vosotros algo más que secretos.”

Desconcertado, Javier se sintió a la deriva. ¿Qué era lo que necesitaban llevar consigo? Fue entonces cuando las palabras de Eryen resonaron en su mente: “El arte de cuestionar es el tesoro más valioso. Regresad con las preguntas que definan vuestro ser”.

Con un nuevo entendimiento brillando como un faro en su interior, Javier y Luisa recorrieron Aeloria una vez más, absorbiendo cada sabiduría, cada interrogante que surgía en su camino. Al traspasar el portal por segunda vez, llevaban consigo no solo conocimientos, sino un laberinto de preguntas que nunca antes habían imaginado.

De regreso en Guatemala, ante las luces de la ciudad moderna, se encontraron cambiados; más que un par de exploradores llegaron a ser. Eran buscadores de respuestas, tejedores de curiosidades. Y, en el horizonte de su existencia, la promesa de volver a Aeloria no era un final, sino un nuevo comienzo donde la aventura nunca cesaba.



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