La escuela embrujada

La escuela embrujada

Era una noche de viento gélido, y las nubes cubrían la luna como un manto de secretos. La escuela primaria San Sebastián, un antiguo edificio de ladrillos desgastados, se alzaba en la colina, imponente y silenciosa. Sus ventanas, como ojos vacíos, vigilaban el camino que llevaban a sus puertas. La leyenda hablaba de garras y susurros en el silencio, de risas que resonaban en los pasillos, aunque no hubiera niños.

Ignacio, un joven atrevido y curioso, decidió que esa noche, con una linterna en mano y su corazón retumbando en el pecho, exploraría la escuela abandonada. Sus amigos, Clara y Luis, se detuvieron en el umbral, llenos de desconfianza, pero Ignacio no podía ignorar el magnetismo de lo desconocido. «Nada puede asustarme», dijo él, como si estas palabras pudieran ahuyentar cualquier sombra.

A medida que entraron, la puerta crujió, y en el aire flotaba un aroma a polvo y recuerdos. Los pupitres desgastados y las hojas amarillentas de viejos cuadernos susurraban historias olvidadas. Sin embargo, el ambiente tenía un tinte raro, como si cada esquina guardara un eco de risas infantiles o lamentos ahogados. El primer grito de terror llegó cuando una sombra fugaz cruzó frente a ellos, pero Ignacio se burló y siguió adelante.

Al llegar a la sala de arte, los colores parecían danzar en las paredes, vivos a pesar de los años. De repente, un cuadro, un retrato de una niña de ojos grandes y tristes, cobró vida, observándolos con una mezcla de tristeza y anhelo. De su paleta, brotó una risa que retumbó a través de las paredes. «¡Jueguen con nosotros!», clamó la voz, como si una fuerza invisible les empujara hacia el tablero de pintura.

Incapaz de resistirse, Ignacio tomó un pincel y, a medida que pintaba, las imágenes se transformaban. Clara, fascinada, se unió a él, mientras Luis, con un escalofrío, decidía esperar fuera. El aire se tornó denso, y una bruma cargada de susurros envolvió a Ignacio y Clara. «Nunca se ha ido», dijeron las voces, «y nunca se irá».

Ignacio sintió una presión en su pecho, como si la niña del retrato lo absorbiera hacia su mundo, un lugar de risas en donde el tiempo no existía. Clara lo miró, sus ojos reflejaban el mismo deseo de eternidad. Pero entonces, el eco de una campana sonó en la distancia, y la escuela tembló. La bruma comenzó a disolverse, arrastrando con ella las risas y los colores.

Desesperados, comprendieron que podían elegir. Con un último trazo, Ignacio unió sus manos a Clara. Juntos, trazaron una escena de luz y vida en el lienzo, creando un puente entre lo conocido y lo desconocido. La niña del retrato sonrió, y en un parpadeo, todo se llenó de luz. La escuela vibró y, en un instante, se llenó de risas de niños que nunca se habían ido, colmando el aire con esperanza.

Ignacio y Clara, despojados de sus miedos, dejaron el mundo de lo tangible para unirse a ese cielo lleno de colores, abriendo la puerta a una nueva historia donde el terror se convertía en alegría. La escuela, ahora viva, se llenó de ecos eternos, un espacio donde la vida y la muerte se entrelazaban, creando no un lugar de miedo, sino un hogar para aquellos que aún anhelaban soñar.



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