La casa abandonada

La casa abandonada
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En el pequeño pueblo de San Remedios, donde el viento acariciaba con nostalgia las calles empedradas, se alzaba una casa abandonada en el filo de un monte. Nadie sabía su historia, solo que el tiempo había dejado su huella en las ventanas rotas y en las puertas que crujían como almas perdidas.

Una tarde de otoño, mientras la brisa soplaba más fría de lo habitual, Clara, una joven aventurera de corazón indómito, decidió explorar la misteriosa edificación. Su amiga Ana, con los ojos llenos de temor, le rogó que no lo hiciera, mas la llamativa sombra de la casa la seducía como sirena a marinero perdido.

Clara cruzó el umbral con paso decidido, el eco de sus pasos resonaba en el silencio sepulcral. La luz del sol se filtraba a través de las grietas, dibujando formas inquietantes sobre el suelo cubierto de polvo. Las paredes parecían murmurar sus secretos, susurros que a Clara le resultaron familiares y, a la vez, exóticos.

Al avanzar, se encontró con un salón enorme, donde un antiguo candelabro, cubierto de telarañas, pendía del techo como un monstruo en espera. A su lado, una vieja piano de cola, olvidado y desgastado, invitaba a tocarlo. Sin pensarlo, Clara se acercó y dejó que sus dedos danzaran sobre las teclas amarillentas. El sonido resonó en la habitación y, para su sorpresa, las paredes empezaron a moverse, como si la batería de un cuento olvidado cobrase vida.

De repente, las luces comenzaron a parpadear, y Clara sintió una fría ráfaga que le erizó la piel. Del pasillo emergió una figura oscura, envuelta en una neblina espesa que parecía devorar la luz. Era un hombre anciano, con ojos tan profundos como la noche misma, que la miraba fijamente. Clara, fascinada, no retrocedió.

– ¿Quién eres? – preguntó, su voz resonando con firmeza.

– Soy el guardián de los secretos – respondió el anciano, su voz como un eco distante. – Esta casa ha sido víctima de sus propios miedos y solo aquellos que se atreven a enfrentar sus sombras pueden hallar la salida.

El relato del anciano comenzó a entrelazarse con la historia de Clara, revelando hechos inimaginables sobre su familia, sobre antiguas traiciones y amores que habían dejado cicatrices invisibles en su linaje. Clara sintió que cada palabra era un retazo de su propia alma.

– ¡Debes liberarlos! – exclamó el anciano, señalando las paredes que se retorcían bajo el peso de los recuerdos. – Toca el piano y canta la verdad que has guardado. Solo así se cerrarán las heridas y podrás marcharte.

Inspirada por su revelación, Clara se abalanzó hacia el piano, y comenzó a tocar una melodía, mientras su voz vibraba cual canto de libertad. Las notas eran un desahogo de su propio ser: amores perdidos, sueños truncos, los miedos que la atenazaban. Con cada nota, la casa parecía cobrar vida, los fantasmas de su familia resonaban, se reunían a su alrededor, envueltos en su propia música. Juntos, compartían el dolor y la alegría, reconociéndose como parte de una misma historia.

Los ecos del pasado se desvanecieron en un torbellino de luz brillante y, en un instante, la casa dejó de ser un lugar de sombras. Clara sintió la calidez del amor y el perdón embargándola, mientras el anciano sonreía, y la neblina se evaporaba. La casa estaba viva de nuevo, un hogar donde se celebraban los recuerdos, las risas y las segundas oportunidades.

Clara salió, no como una aventurera perdida, sino como una portadora de luz. La casa abandonada se erguía ahora con orgullo, sus puertas abiertas al mundo, lista para inyectar historias de amor y esperanza a quienes buscaban refugio de sus propios temores.



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