El susurro en la oscuridad

El susurro en la oscuridad

La noche había caído con tal densidad que parecía aplastar todo a su paso. En la aldea de San Lucio, un pueblo que parecía olvidado por el tiempo, las sombras se alargaban y retorcían como serpientes, mientras una brisa fría danzaba entre los árboles antiguos. El aroma a tierra mojada impregnaba el aire húmedo, y en la lejanía, el murmullo de un río oculto resonaba como un canto lejano.

Verónica, una joven de ojos chispeantes y cabellos oscuros, había decidido visitar la biblioteca de la aldea, un edificio de piedra desgastada que había albergado saberes y secretos durante generaciones. Con una linterna temblorosa en mano, cruzó el umbral, sintiendo el hormigueo anticipado de lo desconocido. El polvo y el moho reinaban en el lugar, y las estanterías oscurecidas parecían murmurar historias de antaño.

Al pasar sus manos por los lomos de los libros, algo la detuvo. Un volumen en particular, cubierto de telarañas, emitía un suave susurro que parecía llamarla. El título, apenas visible, rezaba “Sombras en el Pantano”. Sin pensarlo, Verónica lo tomó y, al abrirlo, un frío más allá de cualquier tempestad la envolvió.

Las palabras en sus páginas danzaban tenebrosas, revelando relatos de criaturas que se alimentaban de temores ajenos y de portadores de oscuros secretos. Fue entonces cuando escuchó un sonido apenas perceptible, un susurro que serpenteaba a su alrededor. “Verónica…” decía, pero el eco sonaba rasgado, como si mil voces a la vez se amalgamaran en desgarradoras súplicas.

El corazón de la joven se aceleró. Era la advertencia de aquellos que habían osado abrir el libro. Sin embargo, la curiosidad era un fuego inextinguible, y se perdió en la lectura. Cada palabra pronunciada en voz alta parecía hurgar en lo más profundo de su ser, desenterrando temores que creía enterrados: su soledad, su incapacidad para conectar con otros, sus sueños no cumplidos.

De repente, la luz de la linterna parpadeó, y en ese destello, Verónica vio una sombra moverse detrás de ella. Se giró con rapidez, pero solo halló las estanterías cubiertas por una penumbra espesa. Su respiración se tornó entrecortada; el susurro se intensificó, ahora no solo era su nombre lo que pronunciaban, sino también sus miedos más oscuros. “Verónica, Ven…” decía la voz, y su tono insistente la invitaba a avanzar hacia la oscuridad que se espesaba en la esquina de la sala.

Con cada paso que daba, el frío se tornaba más denso, la biblioteca parecía cerrarse a su alrededor. Los murmullos se transformaron en risas, risas que la burlaban y la recordaban lo sola que estaba. Con el corazón en un puño, decidió cerrar el libro, pero cuando alargó la mano, algo la detuvo. Un frío abrazo envolvió su muñeca, y un rostro etéreo emergió de las sombras, con ojos vacíos y una sonrisa que la desencajó.

“No puedes cerrar lo que ha sido abierto”, susurró la figura, acercándose lentamente, su aliento helado escarchando el aire. Verónica, en un arrebato de valentía, se plantó firme, y con un grito desgarrador, pronunció palabras que nunca había pensado usar: “¡Yo no tengo miedo!”

Al hacerlo, un destello de luz surgió desde su corazón e iluminó la estancia, disolviendo las sombras que la rodeaban. Lo que empezó como una trampa se tornó en una liberación. Aquella figura, sorprendida, retrocedió y se desvaneció en un torrente de susurros que se alejaban, como si las propias sombras supieran que su mayor poder residía en el miedo.

Verónica, aún temblando, dejó el libro en su estante, ya sin telarañas. Caminó hacia la salida con una nueva luz en su mirada. Había decidido que no sería prisionera de sus temores. La noche aún era oscura, pero algo dentro de ella había cambiado, como un fuego que, aunque pequeño, ardía con fuerza. Al cruzar la puerta, dejó atrás a las sombras, sintiendo el roce cálido de la brisa nocturna, guiándola hacia un nuevo amanecer.



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