El conejo y el león

El conejo y el león

En un rincón apartado de la vasta selva, donde los cantos de los pájaros tejían melodías risueñas, habitaba un conejo de pelaje esponjoso y blanco como la espuma del mar. Su nombre era Lino. Lino pasaba los días saltando alegremente entre las flores, saboreando la dulzura de las fresas silvestres y soñando con aventuras que lo llevaran lejos de su hogar.

Más allá del suave prado donde jugaba Lino, en la cima de una roca majestuosa, residía un león llamado Leónidas. De melena dorada y ojos centelleantes como el oro, era el rey de la selva. Sin embargo, a pesar de su imponente figura, Leónidas se sentía solo. Los animales le temían y siempre buscaban refugio ante su presencia. Así, entre rugidos y sombras, el león vivía atrapado en el silencio de su poder.

Una tarde, mientras el sol se derramaba en oro sobre la selva, Lino decidió aventurarse cerca de la roca del rey. Atraído por la curiosidad, se acercó sigilosamente. Pero el ruido de sus patitas no pasó desapercibido para Leónidas, quien, intrigado por aquel pequeño ser, preguntó con voz profunda: “¿Quién se atreve a acercarse a mi dominio?”

Lino, sin inmutarse, levantó la mirada y dijo: “Soy Lino, el conejo. Vine a ver qué hay más allá de mi prado. No busco problemas.” Aquel audaz corazón palpitaba rápidamente, a pesar de su aparente calma.

Leónidas, sorprendido por la valentía del conejo, decidió no asustarlo. “¿Qué aventurero te ha llevado hasta aquí?” inquirió, dejando entrever un destello de curiosidad en su mirada. Lino, con un brillo en los ojos, respondió: “Busco magia, algo que haga que los naipes del destino se mezcle con los sueños.”

El león, intrigado, se adentró más en la conversación y, así, se descubrió ante un amigo inesperado. Hablaron de sus soledades y esperanzas, el uno reconociendo su fortaleza, el otro, su fragilidad. Leónidas reveló su anhelo por ser aceptado, mientras que Lino compartió su deseo de explorar más allá del horizonte.

Los días pasaron, y así se forjaron un lazo inusitado entre el rey de la selva y el pequeño conejo. Desde ese día, Lino traía cuentos de frescas aventuras que le ocurrían en su prado, mientras Leónidas, con su profunda voz, relataba historias de los reyes y reinas que jamás conocieron la soledad.

Un día, Lino sugirió, con su travieso brillo en los ojos, un plan: “¿Qué te parecería si organizamos un gran festín? Invitemos a todos los animales. Así, ellos podrán conocerte y quizás encuentres nuevos amigos.” Leónidas dudó, pero Lino insistió con una confianza palpable.

Finalmente, decidió confiar en su amigo y aceptó la propuesta. Los preparativos comenzaron y el aire de la selva se llenó de una magia especial. Flores de colores brillantes adornaban el claro, y los aromas de frutas frescas y pasteles de hierbas envolverían a todos los presentes.

El día del festín, los animales se acercaron con cautela, temerosos del gran león. Pero al verlo reír junto a Lino, su estatura ya no era amenazante. Con cada risa compartida, los corazones se suavizaban. Pronto, la selva resonó con canciones y bailes, y muy pronto, Leónidas dejó de ser el rey solitario para convertirse en el amigo de todos.

Aquel festín no solo unió a Lino y Leónidas, sino que tejió un nuevo destino para la selva: un hogar donde la amistad era el verdadero rey.



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