El canguro saltarín y el desierto mágico

El canguro saltarín y el desierto mágico

En un rincón olvidado del mundo, donde el sol colisionaba con el oro de las arenosas dunas, vivía un canguro llamado Saltarín. Su pelaje era de un suave color ámbar que brillaba como el oro bajo la luz del atardecer, y sus enormes patas lo llevaban a la cima de las colinas más altas del desierto mágico de Dunafera, un lugar donde los paisajes parecían cobrar vida. Saltarín tenía un sueño: encontrar la flor de los deseos, una rara planta que, según los ancianos de su tribu, concedía un único anhelo a quien lograra encontrarla.

Un día, mientras saltaba alegremente, se encontró con una tortuga de caparazón brillante llamada Lía. Ella se movía con una calma que contrastaba con la energía desbordante de Saltarín.

—¿Adónde vas tan apresurado, amigo canguro? —preguntó Lía con voz dulce, como un suave murmullo de agua en un arroyo.

—¡Voy en busca de la flor de los deseos! —gritó Saltarín, sus ojos chispeantes de emoción—. ¡Con ella podré volar sobre los valles de mi hogar!

Lía sonrió, contemplando la idea de un canguro volador. Aunque sabía que no existía tal flor, decidió acompañar a su amigo. Juntos, cruzaron mares de arena y se adentraron en cuevas misteriosas. A medida que avanzaban, el desierto les revelaba sus secretos: espejismos que danzaban, criaturas de colores vibrantes que susurraban historias antiguas, y una brisa que parecía reír en cada rincón.

Una tarde, al pie de un monte cubierto de juncos dorados, encontraron a un anciano sapo llamado Teodoro. Sus ojos eran dos luceros resplandecientes, y su voz sonaba como el eco de las olas al romperse en la orilla.

—Buscan la flor de los deseos, ¿verdad? —entonó Teodoro, con una sonrisa en su rostro arrugado—. No se encuentra con la vista, sino con el corazón. ¿Cuál es su verdadero deseo?

Saltarín, aunque entusiasmado, meditó brevemente. La idea de volar había sido su sueño, pero al ver la belleza de su entorno y la compañía valiosa de Lía, una nueva chispa iluminó su mente.

—Deseo que todos los que me rodean sean felices y estén juntos siempre —dijo, emocionado de compartir su nuevo anhelo.

Teodoro asintió, sus ojos brillando como estrellas fugaces.

—Así será, joven canguro. Ahora, cierren los ojos y piensen en su deseo.

Con un simple parpadeo, el desierto se transformó ante sus ojos. Las dunas se convirtieron en un vasto campo de flores de todos los colores, donde los animales del desierto se reunieron en una celebración. León, la ardilla y el pájaro carpintero danzaban, riendo bajo la luz radiante de un sol en armonía.

A partir de aquel día, el desierto mágico de Dunafera nunca volvió a ser el mismo. Saltarín se convirtió en el guardián de la felicidad de sus amigos y, aunque no volaba como alguna vez había soñado, saltaba más alto que nunca, con un corazón lleno de risas y alegría. Lía lo acompañaba, recordándole que la verdadera magia no residía en los deseos cumplidos, sino en la belleza de los momentos compartidos.



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