El asno y el perrito

El asno y el perrito

En un rincón escondido de un valle florido, donde las montañas se abrazaban con las nubes, vivía un asno llamado Jerónimo. Su piel era de un gris suave que se fundía con la tierra y sus grandes orejas siempre estaban atentas a los rumores del viento. Jerónimo era un optimista incurable, aunque su vida transcurría a un paso lento y constante, cargando sacos de hortalizas y sueños en su joroba.

Cerca de allí, en el cobertizo de un antiguo molino, habitaba un perrito llamado Lucas. De pelaje dorado y patas inquietas, Lucas era un travieso explorador. Cada día, corría tras las mariposas y jugueteaba con las hojas, llenando su mundo de rizos de alegría. Sin embargo, el pequeño Lucas se sentía a menudo solo, pues a su alrededor no había más compañía que los grillos y alguna que otra paloma.

Una mañana de primavera, mientras el sol daba sus primeros abrazos al valle, Jerónimo decidió tomar un camino diferente. En lugar de seguir el sendero del molino, se adentró en un bosque encantado, lleno de aromas de fruta madura y melodías de cantantes invisibles. Allí, al borde de un arbusto cargado de flores amarillas, se topó con Lucas, que estaba tratando de atrapar una mariposa cuyo vuelo alegre lo desbordaba.

—¡Hola! —ladró Lucas, dejando volar a la mariposa—. ¿Quién eres?

—Soy Jerónimo, el asno del valle. ¿Y tú?

—Yo soy Lucas, el perrito aventurero. —dijo, saltando en círculos—. He estado soñando con explorar más allá del molino. ¿Quieres venir conmigo?

Jerónimo sintió un hormigueo en su corazón; la idea de una aventura le resultaba emocionante, aunque un poco aterradora. Pero, ¿por qué no? Después de un breve instante de duda, asintió con la cabeza y juntos emprendieron el camino, dejando atrás los murmullos de la vida cotidiana.

Los dos compañeros, cada uno con su propia esencia, recorrieron el bosque. Jerónimo, con su paso firme, encontró los mejores caminos entre las ramas. Lucas, en cambio, salía corriendo de un lado a otro, persiguiendo mariposas y descubriendo escondites. Compartieron risas y historias, intercambiando sueños, mientras el sol brillaba, como si estuviera celebrando su amistad.

Al caer la tarde, llegaron a un claro que nunca habrían imaginado. Allí, una fuente brotaba del suelo, y a su alrededor, árboles frutales ofrecían sus dulces tesoros. Jerónimo, con un brillo en los ojos, dijo:

—¿Ves eso, Lucas? ¿No es maravilloso?

—¡Es increíble! —exclamó el perrito, saltando de alegría—. ¿Y si hacemos un festín?

Con la ayuda de Jerónimo, que había cargado algunas hortalizas desde el valle, y la infinita energía de Lucas, pronto se montó un banquete improvisorio bajo el cielo estrellado. Gozaron del festín, riendo y compartiendo historias de su día, sintiendo que el atardecer les había regalado no solo un manjar, sino un lazo profundo que más allá de sus diferencias, los unía.

Finalmente, al caer el sueño, Lucas se acurrucó junto a Jerónimo, sintiéndose por primera vez en mucho tiempo, parte de algo más grande. Y así, entre susurros de hojas y el canto de las estrellas, juraron que la aventura de aquel día no sería la última. Juntos, habían encontrado el verdadero significado de la amistad: la magia de compartir el viaje, sin importar la dirección que tomaran.



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