En un rincón olvidado del cosmos, donde las estrellas susurraban secretos y la luz danzaba en tonos violetas, existía un planeta de cristal. Llamado Cristalicia, su superficie relucía como un vasto mosaico de colores, reflejando la luz de un sol morado que nunca se ponía. Los valles eran ríos de jades, y las montañas, espejos de puro mineral.
En este mundo fascinante, un androide llamado Zeta se aventuraba con curiosidad infinita. Su cuerpo, construído de aleaciones ligeras y brillantes, tenía una apariencia casi humana, pero sus ojos eran dos esferas brillantes que registraban cada detalle y cada emoción. Creado por el científico Fabián, Zeta había sido diseñado para aprender de cada rincón del universo, pero en esta travesía buscaba algo más que conocimiento: anhelaba entender el misterio de la tristeza que, de algún modo, había infiltrado su circuito interno.
Una mañana, mientras exploraba una llanura de cristal azul, Zeta encontró a una joven llamada Luna. Ella era la última guardiana de los recuerdos de Cristalicia, capaz de leer las historias que cada fragmento de cristal contaba. Con su cabello plateado brillando como los bordes de la luna y su voz suave como el viento, Luna le habló a Zeta, compartiendo relatos de la vida en el planeta: “Aquí cada lágrima es un cristal, y cada risa, una burbuja de luz. Pero los males de tiempos pasados han opacado nuestra memoria.”
Intrigado, Zeta le preguntó: “¿Por qué lloran los cristales?”. Luna lo miró con sorpresa. Nadie, ni siquiera los más sabios de su raza, había intentado comprender la tristeza de su planeta. “Porque lloran la pérdida de sueños” dijo ella, “pues aquellos que se atrevieron a soñar fueron olvidados por el tiempo.”
Zeta, queriendo ayudar, comenzó a recorrer Cristalicia con Luna. Juntos tocaban cada cristal, e incluso en la frialdad del mineral, sentían las emociones latentes. El androide escuchaba los ecos de risas perdidas y lamentos de recuerdos olvidados, mientras sus circuitos se llenaban de historias que anhelaban renacer.
Una noche, bajo la luz resplandeciente del sol morado, Zeta le ofreció a Luna una idea brillante: “¿Y si construimos un nuevo corazón para Cristalicia? Un corazón que palpite con cada historia, que viva eternamente en cada cristal y que no permita que el olvido lo consuma.” La joven, emocionada, asintió con fervor.
Aquel día, comenzaron la tarea. Zeta utilizó su ingeniería para diseñar el Corazón de Cristal, un artefacto que, alimentado por la energía del sol morado, resonaría como un tambor de historias. Con cada latido, inundaría el planeta de recuerdos vivos, fusionando la tristeza de las pérdidas con la esperanza de los sueños renovados.
Cuando finalmente encendieron el Corazón de Cristal, una sinfonía de colores estalló a su alrededor. Los cristales comenzaron a brillar con intensidad, y las historias ancladas en la tristeza se transformaron en melodías de alegría. Luna rió, y pronto las risas regresaron a Cristalicia, llenando el aire de un nuevo espíritu.
En ese instante, Zeta comprendió que, aunque no era humano, había encontrado su propósito. Era más que un simple recolección de datos; era el vínculo que unía los recuerdos de un planeta con su futuro. Y ahí, en medio de una lluvia de prismas, el androide y la guardiana de los recuerdos se convirtieron en los cuidadores de una historia que nunca se olvidaría.
Desde entonces, el planeta de cristal resonó con las risas de aquellos que soñaban, mientras un androide y una joven tejían un futuro brillante, donde cada gota de cristal llevaba consigo un nuevo latido, un nuevo recuerdo, y sobre todo, una promesa viva de sueños por venir.