La tortuga y la liebre en la carrera mágica

La tortuga y la liebre en la carrera mágica

En un rincón olvidado del bosque de Almendro, donde los árboles susurraban secretos al viento, vivía una tortuga llamada Lucía. Tenía un caparazón de verde esmeralda y una mente llena de sueños. Le encantaba pasear bajo la luz de la luna, admirando cómo las estrellas danzaban en el cielo. Sin embargo, había una fibra en su ser que la llevaba a desear más: la aventura de competir con la liebre veloz, conocida como Horacio.

Horacio era famoso en toda la comarca, no solo por su rapidez, sino por su vanidad. Disfrutaba de la admiración de los demás y, a menudo, desestimaba a aquellos que consideraba lentos. La idea de una carrera con Lucía le resultaba cómica, pero no la podía rechazar, ya que su ego necesitaba ser alimentado. Un día, al caer la tarde, Horacio se encontró con Lucía junto al arroyo.

— ¿Te gustaría correr contra mí en la carrera mágica del Bosque de Almendro? —preguntó Lucía con determinación.

El liebre, con una risa burlona, replicó:

— ¡¿Tú, correr?! Será una carrera de un segundo, ¡estás bromeando!

Lucía, sin desanimarse, le lanzó una mirada profunda y sincera:

— No se trata sólo de correr, Horacio. Esta carrera será diferente. ¡Hay algo mágico en ella!

Intrigado y ansioso por demostrar su superioridad, Horacio aceptó. Se pactó un amanecer radiante como el telón de fondo de esta inusual contienda. El rumor de la carrera se esparció por el bosque como fuego entre las hojas secas, atrayendo a cada criatura: desde los enérgicos gorriones hasta las ranas charlatanas.

Cuando llegó el día, el sol rompió el horizonte, desplegando su halo dorado. Los animales se agolpaban en el claro, expectantes. Lucía, con su paso firme y decidido, sabía que lo mágico de esta carrera residía en el camino y no solo en la velocidad. Horacio, confiado, se estiraba a un costado, esperando el momento de dispararse como una flecha.

Los dos competidores se alinearon. Al sonar la campanilla que daba inicio a la carrera, Horacio salió disparado, mientras Lucía comenzaba su marcha lenta pero constante. Los espectadores coreaban a Horacio, atrapado en su propio juego de vanidad, avanzó como si el viento lo llevara.

Pero en el camino hacia la meta, algo peculiar sucedía. Horacio se encontró con un claro donde las flores florecían bailando al ritmo de una melodía que solo ellos podían escuchar. Fascinado, se detuvo, dejando que el encanto de la melodía lo absorbiera.

Mientras tanto, Lucía, con su naturalidad y serenidad, siguió su camino. Sin la distracción del espectáculo, se sumergió en los detalles del bosque: el murmullo del agua, el trino de los pájaros, y las risas del viento que la empujaban hacia adelante. En su corazón, entendía que la magia no era una meta, sino cada instante en el que se atrevía a vivir.

Cuando Horacio finalmente se dio cuenta de que el tiempo se deslizaba entre sus patas, corrió hacia la línea de meta. Sin embargo, el viento había cambiado. Lucía, cual faro de paciencia, ya estaba cruzando el umbral con una suave sonrisa. Al llegar a su lado, Horacio se detuvo, con la respiración agitada y la mente aturdida.

— No puedo creerlo… —murmuró el liebre, mientras observaba a Lucía con nuevos ojos.

— La carrera no trata solo de quién llega primero, sino de cómo vivimos cada paso. —respondió ella, con la tranquilidad que sólo otorgan las almas sabias.

Y así, en aquel rincón mágico del bosque, se estrecharon las patas y las garras en un inesperado abrazo. Horacio aprendió a valorar la belleza de la lentitud y Lucía, por su parte, se dio cuenta de que lo extraordinario reside en las oportunidades que ofrecemos a los que, como Horacio, a menudo se olvidan de mirar a su alrededor.

A partir de ese día, el Bosque de Almendro no solo recordaría la carrera, sino la unión del coraje de la ternura y la prisa del engranaje del corazón. Y así, cada atardecer, Lucía y Horacio se paseaban juntos, contando historias de un tiempo donde la velocidad no era lo más valioso, sino la amistad que había surgido entre ellos.



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