El legado de la bruja

El legado de la bruja

En un pequeño pueblo escondido entre las montañas de la Sierra Morena, los ecos de antiguas leyendas susurraban entre los árboles, como si los vientos del pasado nunca hubieran abandonado aquel rincón del mundo. Allí, vivía una anciana conocida como Doña Lucía, la última descendiente de una estirpe de brujas. Sus ojos, dos charcos oscuros, parecían conocer secretos que solo el tiempo se atrevería a almacenar.

Las noches de luna llena, los aldeanos aseguraban escuchar extraños cánticos que emergían del corazón del bosque. Se decía que Doña Lucía tejía su magia entre sombras y susurros, y pocos se atrevían a acercarse a su choza, medio oculta tras los helechos y los matorrales, por miedo a despertar las iras de lo desconocido.

Pero un día, un joven llamado Mateo decidió desafiar aquella brujería. Hijo de un aldeano con deudas de honor y temor, su espíritu ardía con un fuego de rebelión. La desesperación había sembrado en él la idea de encontrar el legado de la bruja, un tesoro según las habladurías, capaz de borrar cualquier miseria. A la caída del sol, sin mirar atrás, se adentró en el bosque.

Las sombras danzaban a su alrededor mientras el silencio se tornaba en un murmullo incesante. Pasó junto a árboles retorcidos que parecían susurrarle advertencias, pero su empeño no conocía límites. Tras horas de búsqueda, encontró la choza. Sus paredes, cubiertas de musgo, parecían respirar, y el aire vibraba con un sabor a magia olvidada.

Mateo llamó, y la puerta se abrió apenas, revelando el interior oscuro donde el aroma de hierbas secas envolvía todo. Doña Lucía lo esperaba, su mirar profundo y escrutador como el abismo. “Has venido a buscar algo que no comprendes”, le dijo con una voz rasposa como el crujir de viejas hojas. “¿Quieres el legado de mi estirpe?”

Mateo asintió, ansioso. “Sólo deseo la fortuna, un futuro sin miserias”, respondió, su voz temblorosa resonando en la penumbra. La anciana sonrió, mostrando dientes amarillentos. “El legado tiene un precio, joven. ¿Estás dispuesto a pagarlo?”

El joven, cegado por la ambición, aceptó sin dudar. Doña Lucía entonces tomó una cápsula de cristal, llena de un polvo brillante. “Debes consumirla bajo la luz de la luna. Así despertarás el poder que anhelas”, explicó. Sin un instante de reflexión, Mateo tomó la cápsula y salió decidido de la choza, el corazón latiendo con fuerza.

Al llegar a la colina, miró al cielo. La luna, redonda y luminosa, parecía sonreírle. Inhaló profundamente y se llevó el polvo a la boca. En un instante, su mente se llenó con imágenes, promesas de riqueza y gloria. Se sentía invencible, pero en lo profundo de su ser, una sombra comenzó a expandirse.

Esa noche, los habitantes del pueblo escucharon un grito desgarrador, un sonido que parecía venir de los mismos cimientos de la tierra. Al amanecer, la colina se encontraba cubierta de flores marchitas y un escalofrío recorría el alma de los aldeanos. Mateo nunca regresó.

Doña Lucía, satisfecha, miró por la ventana de su choza. En ese instante supo que el legado de la bruja no se trataba de riquezas materiales, sino de la eterna lección que debía perdurar entre los mortales: “La ambición desmedida es un veneno que consume al alma”.

Y así, su magia continuó desbordando, alimentándose del temor y la avaricia, mientras las historias del legado de la bruja circulaban por entre los murmullos. En el pueblo, los ecos de su advertencia nunca dejaron de sonar.



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