En la lejana ciudad de Nebulatia, donde los rascacielos de cristal desafiaban las constelaciones, residía un personaje intrigante: el Dr. Galáctico. Su nombre, tan poético como maduro, resonaba en los pasillos de un laboratorio que orbitaba en el extremo de la creatividad humana y la ciencia. Aquel lugar era un verdadero oasis de tecnología avanzada, iluminado por luces de colores que parpadeaban como estrellas en la noche.
Un día, un joven llamado Mateo, curioso como un gato cósmico, decidió aventurarse hacia el laboratorio tras escuchar rumores sobre los experimentos extraordinarios de su propietario. La gente decía que el Dr. Galáctico tenía el poder de hacer que los sueños se materializaran, y Mateo, con su ansia de aventura, no podía resistir.
Al cruzar el umbral del laboratorio, un aire cargado de posibilidades lo envolvió, llevando consigo un suave murmullo que parecía hablar en lenguas diversas. Las paredes estaban adornadas con planos de civilizaciones de otros mundos, y frascos de sustancias efervescentes danzaban sobre una mesa, como si se celebrara un eterno festival de colores.
De pronto, el Dr. Galáctico apareció, con su bata de laboratorio que parecían fluir como un río estelar. Tenía unos ojos chispeantes que parecían guardar secretos de cúmulos lejanos. “Bienvenido, joven soñador,” dijo, su voz resonando como un eco en un cosmos desconocido. “¿Estás listo para un viaje que desafía la lógica y las dimensiones?”
Mateo sintió cómo su corazón latía con impaciencia. “Sí, doctor, deseo ver y comprender,” respondió, sus palabras filtran sobre la inquietante curiosidad que le ardía por dentro.
El Dr. Galáctico sonrió y, moviendo sus manos en un gesto contemplativo, reveló una esfera luminosa, suspendida en el aire. “Esta es la Pulsar, un dispositivo que no solo permite viajar entre mundos, sino que también transforma los pensamientos en realidad. ¿Qué te gustaría crear, joven Mateo?”
Mateo pensó en su infancia, en los días perdidos en las montañas, donde la luz del sol y las sombras de los árboles creaban armonías invisibles. “Quiero un bosque mágico,” decidió, “uno donde los árboles canten y el viento cuente historias.”
El Dr. Galáctico hizo girar la esfera, y un resplandor envolvió a ambos. En un instante fugaz, Mateo sintió su esencia elevarse, expandirse y fragmentarse en bellas luces. Cuando pudo ver de nuevo, se encontraba en un bosque vibrante, con árboles que ondulaban al ritmo de melodías dulces y etéreas.
El aire estaba impregnado de un perfume floral que no había olfateado jamás, un edén donde criaturas fantásticas danzaban entre las hojas. “¿Es esto real?” preguntó, deslumbrado.
“La realidad es como un sueño, joven amigo,” afirmó el Dr. Galáctico, que aparecía a su lado con una risa cómplice. “Tú lo has creado, así que sí, estas maravillas son tan reales como tus propios pensamientos.”
Juntos, exploraron aquel lugar, donde cada susurro del viento desvelaba un cuento olvidado. Mateo se percató que el bosque no solo satisfacía su deseo de magia; era un espejo de su propia alma. Al final de la jornada, el bosque comenzó a desvanecerse, regresando a la esfera de luz.
De vuelta en el laboratorio, la esfera pulsaba suavemente. “Ahora sabes que los sueños tienen el poder de florecer,” dijo el Dr. Galáctico. “Pero la clave es no olvidar que eres el artista de tu propia existencia.”
Mateo asintió, su corazón rebosante de gratitud. Salió del laboratorio con una sonrisa iluminada, un nuevo brillo en sus ojos, y un solo pensamiento resonando en su mente: había descubierto no solo un bosque mágico, sino también el bosque infinito que llevaba dentro. En cada paso que daba, el eco de aquellas melodías armoniosas lo acompañaba, recordándole que cada sueño fue, es y será pura creación.