El diario de la muerta

El diario de la muerta

En un pequeño pueblo de la costa gallega, donde la bruma del mar pareció atrapar los ecos del tiempo, la joven Valeria encontró un viejo diario en una casa en ruinas. La fachada desmoronada la había atraído, como si el destino le susurrara al oído que allí existía un secreto que debía ser desvelado. Las hojas amarillentas crujieron mientras las pasaba, desvelando la vida de Beatriz, una mujer que había desaparecido en circunstancias misteriosas.

El primer relato hablaba de un amor prohibido, de paseos al atardecer por la playa, donde las olas susurraban promesas dulces, y de un encuentro fatídico con un joven llamado Diego. La pasión de Beatriz por él la llevó a realizar sacrificios inimaginables, hasta que la oscuridad comenzó a deslizarse en su vida como una sombra ansiosa por tragársela.

Con cada entrada, Valeria se sumergía más en el tormento de Beatriz. Relatos de apariciones, ecos en la noche y vientos que susurraban su nombre llenaban las páginas. Sin embargo, lo que más le helaba la sangre eran los garabatos frenéticos que plagaban el final del diario: advertencias sobre un ser que acechaba, dejando huellas húmedas y heladas en la arena, un espectro que se alimentaba del sufrimiento y de los lamentos de aquellos que amaban.

Atraída por la historia, Valeria decidió visitar el lugar donde se había desvanecido la joven. La luna llena brillaba en lo alto, un faro pálido que guiaba sus pasos hacia la playa, donde el silencio era espeso y profundo. Al llegar, la arena se sentía fría bajo sus pies descalzos, y un escalofrío recorrió su columna cuando se dio cuenta de que no estaba sola. La brisa arrastraba murmullos apenas audibles, como si el mar mismo estuviera conversando con las almas olvidadas.

De repente, el agua comenzó a moverse con violencia, formando una figura translúcida que emergía de las profundidades. Era Beatriz, con ojos que reflejaban la tristeza de mil amores perdidos, su rostro una máscara de desesperación. “Ayúdame”, pidió con una voz que sonaba como un eco desgarrador, mientras extendía su mano hacia Valeria. “No puedo cerrar mis ojos, mi amor no me deja ir…”

Valeria sintió un tirón en su corazón, un profundo deseo de ayudar a la joven que reclamaba libertad. Sin embargo, en ese momento, recordó las advertencias del diario. La chica frente a ella no sólo era una víctima de su amor, sino también del ser siniestro que se había alimentado de su dolor. Reflexionando en un instante que pareció eterno, Valeria comprendió que liberar a Beatriz significaba entregarse a su tormento y, en consecuencia, a la oscuridad que la había seguido.

El aire se volvió palpable, opresivo; una risa siniestra se desdobló en la brisa. En lugar de tomar la mano de Beatriz, Valeria retrocedió, atrapada entre la compasión y el miedo. “No, no puedo…”, murmuró, sintiendo cómo la sombra del ser acechador se proyectaba detrás de la mujer espectral, voraz por captar cualquier rastro de luz que quedara.

Fue entonces cuando la figura de Beatriz, en un último esfuerzo de redención, se tornó en niebla y desapareció con un grito ahogado, como si su esencia se desvaneciera entre los susurros del mar. Valeria, paralizada, miró cómo el agua regresaba a la calma, pero el diario comenzó a arder en sus manos, sus letras desvaneciéndose en llamas verdosas. Las meras palabras se convirtieron en cenizas voladoras que se fundieron con el viento de la noche.

Así, Valeria comprendió que no siempre se puede salvar a quienes han quedado atrapados en la oscuridad. La bruma envolvió su figura mientras se alejaba de la playa, con el eco de su propio grito resonando en la distancia, al igual que las risas malignas que parecían celebrar su elección. En el tranquilo pueblo, la luna seguía brillando, ignorante de las almas que se movían entre las sombras, esperando, siempre esperando, al siguiente corazón que se dejara seducir por el misterio de las olas.



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