El colibrí y la flor eterna

El colibrí y la flor eterna
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En un remoto rincón de un valle escondido entre montañas vestidas de verdes profundos, vivía una flor de inusual belleza. Se llamaba Luna, y su delicada esencia era capaz de atraer a los seres más singulares. Cada amanecer, cuando el rocío brillaba como diamantes sobre sus pétalos, despertaba a la vida un colibrí que respondía al nombre de Brío. Era un ser pequeño, cuya agilidad en el aire era digna de admiración.

Las alas de Brío, tornadas en mil colores, danzaban como rayos de sol mientras se acercaba a la flor. Pero lo que lo guiaba cada día no era sólo la sed de néctar; había algo más profundo, una conexión invisible que tejía sus destinos en el silencio del mundo. Cuando sus ojos se encontraban, el tiempo se detenía y el universo parecía suspenderse en un suspiro de ternura.

Brío, con su espíritu inquieto y corazón ardiente, sabía que Luna era distinta a las demás flores. Aquella belleza no sólo habitaba en su forma; era el reflejo de un amor que esperaba florecer. Los días pasaron, y cada encuentro se convertía en un ritual: Brío dibujaba en el aire una coreografía de amor, mientras la flor, en su quietud, le devolvía la fusión de sus sentires. Sin embargo, había un secreto en la esencia de Luna. Pocos conocían que era, de hecho, una flor eterna, destinada a vivir mucho más allá de la efímera existencia de cualquier ser.

Un día, Brío sintió un nudo en su pequeño corazón. La inquietud lo invadía como las sombras al caer el sol. Tomó la decisión de arriesgarlo todo y se acercó a Luna con más determinación que nunca. “¿Por qué me atrapas así?” le preguntó en un susurro que sólo el viento pudo escuchar. “¿Por qué me haces sentir que el tiempo se detiene cuando estoy contigo?”

Luna, siempre recibiendo sus palabras como melodía, respondió con una brisa suave que acarició las hojas a su alrededor. “Porque cada momento que pasa junto a ti es un susurro de eternidad. Pero temo que, cuando llegue el otoño, mi belleza se marchitará, mientras tú seguirás siendo libre en tu vuelo.”

El colibrí, con sus pequeños y rapidísimos latidos, se detuvo. Una idea brillante subió por sus alas: “Si me dejas, te llevaré conmigo en cada viaje. Tu esencia vivirá en mis aventuras, y juntos seremos inseparables.”

El día de la despedida llegó, y Brío comprendió que no podía marchar dejando atrás lo que su corazón anhelaba. Entonces, se acercó más a Luna, buscando una forma de compartir su vida con ella. “Si me das un poco de tu polvo mágico, lo llevaré conmigo a cada rincón del mundo. Así, aunque no podamos compartir la misma forma, siempre habrá un pedacito de ti en mis vuelos.”

Luna, tocada por la valentía y el amor de Brío, accedió. Con un leve roce de sus pétalos, dejó caer sobre el colibrí una chispa de su esencia. Lo que nunca imaginó era que, en ese mágico instante, su propia alma se transformaría en polvo de estrellas, permitiendo que los sueños del colibrí se materializaran.

Desde aquel día, Brío voló a través de paisajes de una belleza indescriptible. En cada flor que encontraba, en cada amanecer que presenciaba, llevaba consigo un atisbo de Luna. Ninguna flor era igual, pero en todas hallaba la fragancia de su amada, y en su vuelo, la esencia de su amor se expandía por el mundo, creando senderos de colores y susurros de eternidad.

Así, en el viento, en el canto de los pájaros y en la danza de las estaciones, quedaron grabadas las huellas de su amor, eterno como la luna que, a lo lejos, iluminaba cada amanecer que Brío había prometido nunca olvidar.



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