En un rincón recóndito de un bosque encantado, donde los árboles susurraban secretos al viento y las flores danzaban con el rocío de la mañana, existía un estanque de aguas cristalinas llamado El Estanque de los Deseos. Nadie conocía su magia como lo hacía Lira, una rana de piel verde esmeralda y ojos dorados, que pasaba sus días saltando entre los lirios y cantando melodías que resonaban en el alma de los animales cercanos.
Lira había escuchado historias sobre el poder del estanque: aquellos que se asomaran a sus aguas y expresaran un deseo sincero, tendrían la oportunidad de verlo cumplido. Sin embargo, la rana era sabia y sabía que los deseos no siempre traen la felicidad que prometen. Por eso, disfrutaba del presente, convencida de que la verdadera magia residía en la belleza de cada instante.
Un día, mientras el sol dorado se ocultaba tras las montañas, Lira encontró a un pequeño ratón llamado Tico, con el corazón agitado y el rostro desencajado.
—¿Qué te preocupa, amigo Tico? —preguntó Lira, posándose delicadamente en una hoja flotante.
—Es que mañana es el día de la gran carrera de los animales, y deseo ser el más veloz para ganar el trofeo del bosque —respondió el ratón, con un brillo de ansia en sus ojitos.
Lira sonrió y le dijo:
—¿Has pensado que tal vez la velocidad no sea lo que más necesitas, Tico? En cada carrera, hay algo más que un trofeo.
Pero Tico, con su espíritu ardiente, se acercó al estanque y, mirando su reflejo, pidió:
—¡Deseo ser el más veloz de todos!
Las aguas comenzaron a brillar con destellos plateados, y una suave melodía surgió del estanque, como si los suaves gorgoteos de las ondas celebraran su deseo. Sin embargo, Lira sabía que los deseos se entrelazan con lecciones, así que decidió acompañar a Tico a la carrera al día siguiente.
La mañana de la competencia, los animales se reunieron en el claro del bosque. La ardilla, el conejo y el águila esperaban ansiosos. En el momento en que sonó el silbato, Tico despegó como un rayo, sus patitas moviéndose con una rapidez sobrenatural. Pero al dar la primera vuelta, su velocidad lo llevó más allá de los límites del control. Giró con ímpetu y se encontró enredado entre las raíces de un árbol gigante. Los demás animales lo superaron, riendo y animándolo.
Desesperado, Tico recordó la sabiduría de su amiga Lira. Con un salto ágil, aunque no veloz esta vez, se liberó y vio la escena a su alrededor. La alegría de sus amigos corriendo juntos, la risa de la ardilla al saltar y el aplauso del búho, le llenaron el corazón de felicidad. Se dio cuenta de que no deseaba ser el mejor, sino disfrutar del momento y compartirlo.
Así, con un nuevo propósito, Tico avanzó con su propio ritmo, riendo con cada tropiezo y celebrando la risa de sus amigos. La carrera terminó, y aunque no ganó el trofeo, se convirtió en el alma del festejo, celebrando la unión y la amistad en cada salto. Lira, desde su hoja, observó satisfecha cómo el verdadero deseo de Tico se había cumplido: la alegría compartida.
Desde aquel día, el estanque siguió siendo un lugar de deseos, pero Lira era la única que sabía que el deseo más profundo no se encuentra en la velocidad ni en la competencia, sino en la belleza de la conexión con los demás y la sabiduría de vivir en el ahora. Y así, bajo las estrellas, siguió saltando y cantando, con el corazón rebosante de amistad y felicidad.