La oruga que quería ser mariposa ya

La oruga que quería ser mariposa ya

En el corazón de un fresco bosque de eucaliptos, donde el sol danzaba entre las hojas y el viento susurraba secretos, vivía una oruga llamada Lucía. Sus suaves y esmeraldas bandas la hacían destacar entre la bruma de la vegetación, pero a ella no le importaban las alabanzas de las flores. Su único anhelo, su única obsesión, era transformarse en mariposa.

—¡No puedo esperar más!— suspiraba Lucía cada mañana, mientras observaba a las mariposas de colores fugaces y magníficos que surcaban el cielo con gracia. Se imaginaba a sí misma dibujando arabescos en el aire y dejando un rastro de asombro a su paso.

Un día, mientras se arrastraba sobre una rama de sauce llorón, encontró a un viejo sapo llamado Samuel, conocido por su sabiduría. Sus ojos, grandes y sabios, centelleaban con humor.

—¿Por qué esa cara larga, querida oruga?— preguntó Samuel, quien había visto pasar a tantas criaturas con sueños luminosos.

Lucía, con sus ojos brillantes como dos gotas de rocío, confesó su desesperación.

—Quiero ser mariposa ya. ¿Por qué debo esperar? Mi corazón palpita con la prisa de volar.

Samuel rió suavemente.

—La impaciencia es un compañero peligroso. Cada criatura tiene su tiempo. ¿Acaso te has preguntado qué es lo que realmente anhelas?

Lucía frunció el ceño. ¿Qué más podría desear si no era el vuelo? Sin embargo, el sapo prosiguió:

—Las mariposas vuelan, sí. Pero su belleza también radica en el viaje que emprenden. Cuando el tiempo llega, no solo se transforman en hermosas criaturas, sino que jamás olvidan la tierra donde nacieron. Les toma tiempo y un profundo sueño para poder alzar el vuelo.

Las palabras de Samuel resonaron en su corazón. A pesar de su deseo ardiente, Lucía se vio envuelta en un mar de reflexiones. Tal vez había algo en ese tiempo de espera que no había considerado. Decidió hacer de cada día un lienzo donde pintar acciones y pensamientos.

Pasaron los días, y Lucía empezó a explorar su entorno. Se deleitó con la dulzura de las fresas silvestres y la suavidad del rocío matutino. Comenzó a contar historias a las otras criaturas del bosque, llenando de risas y sueños las largas horas junto a las ardillas traviesas y los pájaros cantores.

Un día, tras compartir un cuento sobre el viaje de una pequeña estrella, cuando la luz del crepúsculo tintó el cielo de púrpura y oro, Lucía sintió una profunda paz en su interior. Se dio cuenta de que el deseo de volar había encontrado su razón. No solo se trataba de la transformación, sino de ser un hilo que tejía el mundo a su alrededor con alegría y relatos.

Así, encontró su lugar entre las ramas y floreció en espíritu. De pronto una brisa suave la envolvió, y los colores comenzaron a girar a su alrededor. En ese instante, supo que había llegado su tiempo. Con un último susurro al bosque, se envolvió en un capullo dorado, dejando atrás a la oruga que había sido.

Vino el amanecer, y cuando el sol acarició la tierra, el capullo se rompió. De su interior emergió Lucía, radiante, con alas delicadas que reflejaban los matices del cielo. Las mariposas la rodearon, susurrando al unísono:

—Nos enseñaste lo que significa esperar y florecer.

Lucía sonrió, ahora no solo era una mariposa, sino también una narradora de historias voladoras, llevando a todos los seres del bosque el mensaje de que a veces, la belleza de lo que se anhela está en la espera misma y en los caminos que tomamos al perseguirlo.

Y así, en vez de volar lejos, decidió quedarse, compartiendo su luz y colores con el bosque que la había sustentado, convirtiéndose en parte de cada historia que allí se contaba.



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