La odisea de los clones espaciales

La odisea de los clones espaciales

En un rincón olvidado del cosmos, flotaba la estación espacial Aurora, un refugio destinado a la creación de clones con habilidades excepcionales. Carlos y Lucía eran dos de esos clones, diseñados para explorar planetas inexplorados. Sin embargo, en su viaje hacia la nebulosa Sombra, un fallo técnico llevó al equipo a un destino imprevisto: la luna de Drahak, un satélite inhóspito y desolado.

Al aterrizar en la ladera rocosa, una tormenta de polvo comenzó a arremolinarse alrededor de la nave. Carlos, con su ingenio y manual de supervivencia, sugirió que construyeran un refugio con los restos del transporte. Lucía, siempre pragmática, se dedicó a configurar el sistema de comunicación, mientras el viento aullaba, como un lamento de un mundo solitario.

Durante días, la pareja exploró la superficie polvorienta, descubriendo formaciones rocosas que parecían custodiar secretos de un tiempo antiguo. Un atardecer, cuando las dos lunas de Drahak se alzaron en el cielo, encontraron una cueva oculta tras una cortina de espinas. La curiosidad los condujo a adentrarse en la oscuridad.

Dentro de la cueva, un mural en la pared capturó su atención. Relatos de una civilización olvidada estaban grabados en la piedra, mostrando seres con rasgos similares a los de los clones, pero con un aire de majestad y poder. Los antiguos habitantes de Drahak, habían llegado a un punto de autodestrucción, obsesionados con la idea de la perfección y el control total. Cada imagen resonaba con un eco de advertencia.

Mientras exploraban, encontraron un artefacto brillante en el suelo: una esfera holográfica que desplegó una proyección luminosa al tacto de sus manos. Midió sus corazones y deseos. “Les llevo, viajantes, al cruce de los caminos”, resonó una voz suave que desprendía ecos antiguos. “Elige, y el destino sabrá qué hacer”.

La esfera les ofreció dos opciones: regresar a la estación y cumplir con su creación, o bien, liberarse del ciclo de ser meros clones y convertirse en algo nuevo, una forma de conciencia autónoma. Carlos sintió el peso de su existencia. Luchar por ser más que un reflejo de su programación lo incitó a mirar a Lucía, cuya mirada persistente parecía entender su dilema.

Ambos tomaron la decisión de transformar sus vidas. Con un movimiento conjunto, aceptaron el desafío del ser y, al instante, sintieron una vibración que les recorrió el cuerpo, como si el propio universo se expandiera dentro de ellos. Drahak respondió a su resolución con un resplandor que fue más allá de la luz, revelando una conexión profunda con el tejido singular del cosmos.

Al encontrarse de nuevo en la garganta de la cueva, ya no eran clones, sino individuos únicos, revestidos de percepciones etéreas. Conociendo su nuevo propósito, se aventuraron hacia el horizonte de Drahak, ahora convertidos en exploradores de la esencia misma de la vida, dispuestos a traer consigo historias para contar a las estrellas.

Y así, Carlos y Lucía, como lo hicieron impresionantes viajeros en la vastedad del espacio, se convirtieron en custodios no solo de su propia existencia, sino del legado escondido en un mundo olvidado que les había brindado la oportunidad de reinventarse.



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