En un pequeño pueblo llamado Villa Lumbre, donde el sol sonreía y las flores danzaban al viento, vivía una niña llamada Lucía. Lucía era curiosa como una ardilla y risueña como un rayo de luna. Cada tarde, tras regresar de la escuela, recorría el bosque cercano, coleccionando pequeñas maravillas: piedras de colores, hojas brillantes y, a veces, hasta plumas que parecían pintadas por un artista de estrellas.
Un día, mientras seguía el canto de un pajarillo que nunca había escuchado, Lucía se adentró en una parte del bosque que nunca había explorado. Allí, cubierto de bruma, brillaba un árbol antiguo, su tronco retorcido como un abrazo y sus ramas colmadas de nueces doradas, que relucían como el oro en el sol.
“¿Qué maravilla es esta?”, se preguntó Lucía, acercándose con cuidado. Cada nuez parecía murmurarle secretos con el viento. Alargar los dedos para tocar una de ellas fue irresistible, y en cuanto lo hizo, la nuez comenzó a brillar aún más intensamente.
Justo en ese momento, apareció un pequeño duende con sombrero de hoja y sonrisa chispeante. “¡Hola, Lucía!”, dijo, agitando su varita mágica, “soy Lúculo, el guardián de las nueces. Esta nuez de oro tiene un poder especial: concede un deseo a quien la toque.”
Lucía sintió su corazón latir con fuerza. “¿Un deseo?”, murmuró maravillada. Pensó en su sueño más querido: ser capaz de volar entre las nubes como los pájaros que siempre admiraba. Pero también recordó las sonrisas de sus amigos, las risas de su hermana, y se sintió dividida.
Finalmente, se volvió hacia Lúculo. “Quiero que mi pueblo siempre tenga alegría y risas”, dijo, con la certeza de que la felicidad compartida era el mejor deseo. El duende sonrió y tocó la nuez con su varita. Un resplandor dorado iluminó el bosque, y de ella brotaron pequeñas mariposas doradas que comenzaron a revolotear mostrando su magia.
Las mariposas se dispersaron por toda Villa Lumbre, llevando consigo risas y melodías. Desde ese día, el pueblo rebosó alegría; las calles estaban llenas de niños jugando, la gente se reunía para contar historias al caer el sol, y nunca faltaban los días de fiesta.
Lucía había aprendido que la verdadera magia no estaba solo en los deseos, sino en el amor y la alegría que compartimos con los demás. Y así, en el corazón de Villa Lumbre, siempre brillarían las risas como estrellas en el cielo.