La noche de los fuegos artificiales

La noche de los fuegos artificiales

En un pequeño pueblo en la costa, donde las olas susurraban secretos al viento, se preparaba una noche especial. Era la noche de los fuegos artificiales, una celebración que iluminaba el cielo y llenaba los corazones de magia y asombro. Este año, en particular, una niña llamada Valeria estaba ansiosa. Sus ojos, del color del mar en un día de verano, brillaban con la promesa del espectáculo que se avecinaba.

Valeria vivía con su abuela, Doña Elena, una mujer de risa suave y manos arrugadas que hacían magia en su cocina. En la víspera del gran evento, Elena había prometido a Valeria que esa noche, bajo el manto estrellado, irían a la playa a ver los fuegos artificiales, pero había una cláusula mágica: solo podrían disfrutar de los fuegos si Valeria lograba elegir la estrella más brillante en el cielo.

Al caer la tarde, mientras las luces del pueblo comenzaban a parpadear, la abuela le entregó a Valeria un pequeño telescopio, un regalo de su difunto abuelo. “Con esto, podrás encontrar la estrella que brilla con más intensidad”, le dijo, guiñándole un ojo. Valeria salió corriendo hacia el jardín, donde el cielo comenzaba a oscurecerse, y dirigió el telescopio hacia las alturas.

Después de un buen rato buscando, sus dedos se vieron guiados por un destello particular. Era una estrella que danzaba con fuerza, como si jugara a esconderse entre sus hermanas, elípticas y tenues. “¡Ésta es la que quiero!” gritó, iluminando el rostro de su abuela con una sonrisa desbordante de orgullo.

Al llegar a la playa, el olor a sal y la música de las olas envolvieron a las dos. Se acomodaron sobre una manta de luna y esperaron. El tiempo pareció detenerse mientras el cielo se oscurecía por completo. Entonces, como si el propio universo hubiera escuchado el deseo de Valeria, estallaron colores en el firmamento. Rojos como fresas, azules como el océano y dorados como los mejores recuerdos, cada explosión era una sonrisa pintada en el aire.

Pero Valeria no solo observaba las luces, sentía que cada explosión traía consigo un pequeño cuento. Eran historias que se contaban entre sí en un lenguaje de chispeantes susurros. Contaban de dragones que volaban en círculos, de princesas que tejían sueños con hilos de luz, y de magos que pintaban el aire con sonrisas sonoras.

“¿Puedes oírlas, abuela?”, preguntó Valeria, con los ojos entrecerrados de emoción.

Elena sonrió. “Claro que sí, mi amor. Las historias están en todas partes, incluso en un simple destello en el cielo. Son recuerdos que aún no hemos vivido.”

Y así, en la mágica noche de fuegos artificiales, Valeria y Doña Elena se encontraron rodeadas de cuentos, bailando en el infinito, mientras la última chispa se desvanecía en el horizonte. Cuando el último eco de los estallidos se disipó, Valeria cerró los ojos, deseando que cada estrella pudiera contarles su propia historia. Con el murmullo de las olas como arrullo, y el brillo de la noche dibujando sonrisas en sus corazones, ambas se sumergieron en un dulce sueño, rodeadas de sueños e ilusiones que jamás terminarían.



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