La luna y el sol enamorados

La luna y el sol enamorados
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En un rincón oculto del universo donde las estrellas susurran secretos a las noches silenciosas, existían dos astros que se miraban con un amor antiguo y sincero: La Luna, llamada Lía, y el Sol, conocido como Saúl. Lía, vestida con un manto plateado que se deslizaba sobre el horizonte como un suspiro, iluminaba las noches con destellos de ternura, mientras Saúl, radiante y cálido, llenaba el día de vida y alegría.

Cada amanecer, Saúl se asomaba por la línea del mundo, enviando rayos dorados que acariciaban suavemente la piel de cada ser. Y cada atardecer, con un suspiro cargado de nostalgia, se despedía, dejando que Lía se adueñara del cielo nocturno. El instante en que ambos se cruzaban era un cálido juego de miradas que desbordaba pasiones escondidas. Aunque estaban condenados a separarse, enamorados, jamás dejaron de soñar.

Lía, mientras danzaba por el firmamento, se dedicaba a recoger las lágrimas de estrellas caídas, que atesoraba para regalárselas a su amado cada vez que se encontraban. Saúl, por su parte, llenaba los ríos de luz dorada para que las flores de la tierra florecieran y le contaran a Lía sobre el amor que sentían todos los seres terrestres por la belleza de la noche.

Una noche, Lía se encontró con la brisa suave que le traía un mensaje de amor. “Cuando estés listo para cruzar nuestros mundos”, le dijo la brisa con voz suave, “procura no temer la distancia, pues en los corazones de aquellos que aman, hay un espacio donde la luz del día y la penumbra de la noche se entrelazan.”

Decidido a encontrar un nuevo camino, Saúl ideó un plan. Al caer el ocaso, se transformó en un torrente de luces, creando un puente dorado que se extendía por el cielo, uniendo sus mundos. Lía, deslumbrada, lo vio brillar con una magnitud jamás vista. Sin dudarlo, tomó un respiro y dio un paso hacia el puente. “Quizás hoy sea el día en que el amor conquiste el tiempo”, murmuró entre susurros de estrellas.

Las estrellas brillaban con un fervor desmedido mientras ambos se acercaban, el corazón latiendo al unísono y el mundo que los rodeaba desapareciendo. Finalmente, se encontraron en el centro del puente, un instante eterno, en el que Lía y Saúl tomaron la mano del otro y, por fin, se besaron. Fue un beso que encarnó la esencia de la fusión de los días y las noches, una declaración que resonó en el cosmos.

Sin embargo, en el éxtasis de ese encuentro, la realidad se precipitó sobre ellos. Se dieron cuenta de que, aunque podían estar juntos por un instante, el tiempo continuaba su curso inexorable. Con lágrimas en los ojos y una sonrisa en el alma, decidieron que, aunque separados en sus caminos, siempre llevarían el amor del otro en sus corazones.

Desde entonces, Saúl ilumina cada amanecer con un brillo más cálido, y Lía envuelve cada noche con una suavidad nunca antes sentida. Siguen separados, pero ahora sus encuentros son más pausados, más significativos, llenos de magia, sabiendo que el amor, como el cielo, deja huellas indelebles que perduran para siempre.



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