En un rincón olvidado de un bosque susurrante, donde el viento bailaba entre las ramas y los animales conversaban en susurros melodiosos, se erguía un viejo roble llamado Don Ramón. Sus raíces se entrelazaban con la tierra como si fueran viejos amigos, y su tronco, robusto y sabio, guardaba los secretos del tiempo.
Una noche estrellada, cuando la luna se disfrazó de plata pura, un pequeño duendecillo llamado Pipo emergió de su escondite entre las hojas. Pipo era diminuto como un botón, con un gorro verde esmeralda que se balanceaba al ritmo de sus risas. Había escuchado historias sobre Don Ramón, el roble que contaba cuentos a quienes sabían escuchar.
Con cautela, Pipo se acercó y, con una voz suave como el rocío matutino, susurró: “Don Ramón, ¿puedo quedarme contigo esta noche?” El roble, sintiendo la curiosidad del duendecillo, hizo crujir sus ramas con ternura. “Por supuesto, querido Pipo. Aquí las historias nunca cesan.”
Así, el duende se acomodó en una de las profundas grietas de Don Ramón, y pidió ansiosamente: “Cuéntame una historia que me lleve a soñar”. El viejo roble sonrió y comenzó a relatar la historia del río dorado, que manaba de un manantial escondido y que, se decía, concedía deseos a aquellos de corazón puro.
Pipo, con los ojos brillantes, imaginó cómo aventureros de todas partes llegaban al río, dejando sus cargas y oscurecimientos, mientras el agua fluía como un canto de libertad. Don Ramón continuó, hablándole de una hermosa mariposa llamada Solana, que había decidido cruzar el río dorado en su camino hacia el sol.
“¿Y qué pasó?” preguntó Pipo, aferrándose al tronco del roble. “Solana, al tocar el agua, se sintió ligera como el aire y descubrió que podía volar más alto que nunca, llevando los deseos de todos los que la miraban”, contestó Don Ramón. “Así, en su vuelo, transformó sueños en luces que iluminaban la noche”.
Pipo se quedó absorto, sumergido en el relato. Mientras el viento acariciaba las hojas, el duendecillo sintió que la historia le envolvía como un abrazo cálido. “Me encantaría ver ese río dorado”, murmuró. El roble, con un sutil estremecimiento, respondió: “Los ríos dorados existen en los corazones que creen en la magia de los sueños”.
Entonces, el duendecillo cerró los ojos, y en un instante fue transportado a un claro bañado por la luz donde un río de destellos dorados serpenteaba entre las flores. Allí, rodeado de risas y esperanza, navegó en barcas de hojas, recolectando los colores de los deseos.
Cuando la primera luz del amanecer asomó entre las ramas, Pipo despertó en la grieta de Don Ramón, con una sonrisa radiante y un corazón lleno de sueños. “Esta noche volveré, viejo amigo”, prometió, sintiendo que en él residía el poder de crear su propio río dorado.
Y así, cada noche, el viejo roble y el duendecillo tejían historias, creando un puente mágico entre los sueños y la realidad, donde el amor y la luz siempre florecían.