La historia del reloj y la rosa

La historia del reloj y la rosa

En una ciudad donde el tiempo se desliza como un susurro, Ana poseía una rosa que florecía en su corazón. Esta flor, de un rojo intenso, era el símbolo de un amor que nunca se había atrevido a brotar, pues ella guardaba un secreto: no podía confiar en el paso de las horas. Su vida había estado marcada por un reloj antiguo que su abuelo le había legado, un artefacto de oro cuyo tic-tac resonaba en el aire como un eco de promesas olvidadas.

Diego, un relojero con manos hábiles y una sonrisa que desarmaba cualquier inquietud, pasaba sus días arreglando el tiempo de otros. Sin embargo, sus ojos anhelaban un instante eterno, uno que lo liberara del mecanicismo que lo rodeaba. Un día, mientras Ana paseaba con su rosa, sintió que los latidos del reloj se aceleraban, como si predijeran un encuentro. Allí, en la plaza del viejo parque, sus miradas se entrelazaron.

Con una delicadeza casi mágica, Diego se acercó a Ana. «Esa rosa parece contener un secreto,» murmuró, admirando los pétalos con la mirada de un poeta. La joven, sorprendida por la sinceridad en su voz, decidió compartir la historia que había guardado como un tesoro.

“Cada vez que el reloj marca la medianoche, siento que el amor se me escapa, como arena entre los dedos. Este reloj me recuerda lo efímero de los momentos, lo terrible de las despedidas.” Diegó la escuchó atentamente, sintiendo cómo cada palabra de la joven irradiaba una fragilidad insospechada.

“Los relojes son solo una ilusión,” respondió él, “el verdadero tiempo se mide en instantes. Y a veces, en ellos, se halla la eternidad.” Así, entre risas y confidencias, comenzó un juego de corazones. La rosa y el reloj comenzaron a danzar en un ciclo infinito, erigiéndose como metáforas del amor que nacía entre microsegundos.

Ana, despojada del miedo, decidió regalarle una de sus flores a Diego, quien a su vez le ofreció reparar su reloj, pero no de la manera habitual. Con cada engranaje ajustado, iba adicionando momentos de su amor compartido, transformando cada tictac en una memoria, cada campanada en un suspiro de complicidad.

En su taller, lleno de engranajes y fragancia a rosa, aprendieron juntos a mirar más allá de la mecánica del tiempo. Aunque no podían detener las agujas, pudieron construir un refugio donde las horas se diluían en risas, donde cada beso se dilataba en segundos que parecían eternos. A medida que se conocían, el reloj comenzó a sonar de una manera nueva, como un canto que celebraba lo no dicho.

La tarde que decidieron unirse en un abrazo eterno, el reloj marcó la medianoche, y la rosa, puede que la misma que Ana había ofrecido, empezó a florecer aún más intensamente. No tenía que temer al paso del tiempo; sus corazones latían acompasados, y así, el reloj y la rosa vibraron en una melodía de amor donde cada segundo se convirtió en un poema de lo vivido.

Y así, en la pequeña ciudad donde los relojes marcan diferentes ritmos, Ana y Diego decidieron que su conjunto, entre la ternura de una rosa y el eco de un reloj, era el verdadero amor: un pacto de eternidad sin necesidad de cronómetro, donde los instantes se volvían infinitos en la nostalgia de un paseo compartido bajo la luz de la luna.



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