La expedición al planeta perdido

La expedición al planeta perdido

En un rincón del vasto universo, donde las estrellas jugaban a esconderse tras nubes de polvo cósmico, había un planeta que nadie había visto jamás: el Planeta Perdido. Se decía que estaba cubierto de árboles cantores, ríos de chicle y flores que reían. Los más valientes astrónomos afirmaban que, si se sabía escuchar, se podía oír el susurro de aquel lugar mágico.

En un pequeño pueblo de España, en la soleada localidad de Villamar, vivía una niña llamada Valentina. Era curiosa como un gato y soñadora como un cielo estrellado. Su mejor amigo, un chico llamado Mateo, tenía un ardiente deseo de aventuras. Un día, mientras exploraban el desván de la abuela de Valentina, encontraron un viejo telescopio cubierto de telarañas y polvo, pero aún brillaba con un misterioso fulgor.

-¡Mira, Mateo! -exclamó Valentina, frotando el telescopio con cuidado-. ¿Y si este telescopio nos lleva al Planeta Perdido?

Mateo, con sus ojos color avellana repletos de emoción, se subió a una silla y empezó a girar las perillas del telescopio, imaginando que se trataba de una nave espacial. Al instante, un extraño zumbido llenó la habitación y el telescopio empezó a brillar con intensidad.

Apenas el brillo se apaciguó, Valentina y Mateo se encontraron en una colorida plataforma de nubes que danzaban al ritmo de una melodía desconocida. A su alrededor, el aire era dulce y fresco, como un helado de frutas.

-¡Estamos en el Planeta Perdido! -gritó Mateo con alegría.

Comenzaron a recorrer aquel lugar prodigioso, maravillándose con cada rincón: los árboles cantores entonaban suaves baladas que llenaban de música el aire, y los ríos de chicle ofrecían un dulce placer que hacía sonreír a cada bocado. Se encontraron con flores de mil colores que, al acercarse, dejaron escapar risas como si jugaran al escondite.

Pero el corazón de Valentina se inquietó al notar que algunas flores lucían tristes. Sin pensarlo dos veces, se acercó a una flor violeta que lloraba pequeñas gotas de rocío.

-¿Por qué estás triste, florecita? -preguntó Valentina con delicadeza.

-Los niños de la Tierra ya no me vienen a visitar -suspiró la flor con voz temblorosa-. Necesito que alguien escuche mis canciones y comparta mis risas.

Valentina, sin dudarlo, tomó la mano de Mateo y exclamó:

-¡Haremos que todos los niños del mundo vengan a jugar contigo!

Así, los dos amigos se pusieron a investigar, descubriendo pasadizos de luz que conectaban el Planeta Perdido con la Tierra. Comenzaron a enviar cartas en botellas llenas de chispeantes destellos, invitando a los niños a unirse a su aventura.

Con el tiempo, los niños de Villamar y de otros rincones del mundo llegaron al Planeta Perdido, llenando el aire con risas y los árboles con melodías. Las flores, felices, bailaban al compás de la alegría infantil, formando un coro hermoso que resonaba en todo el planeta.

Valentina y Mateo, sentados bajo un árbol cantor, sonrieron al ver a sus nuevos amigos corriendo y jugando. Un día, la flor violeta se acercó y, en agradecimiento, les regaló un pequeño brote.

-Este será un recordatorio de nuestra hermosa amistad -les dijo la flor-. Nunca dejen de soñar ni de compartir su alegría.

Desde aquel día, el Planeta Perdido nunca volvió a estar solo. Valentina y Mateo, aventureros del amor y la amistad, sabían que siempre habría un lugar en el corazón de los niños donde la magia nunca se perdería.



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