El secreto de la luna oscura

El secreto de la luna oscura

En una noche de estrellas titilantes, cuando la brisa del norte traía consigo un eco de secretos olvidados, los habitantes del pequeño pueblo de Valle Luna se reunían en la plaza. Entre risas y murmullos, la figura de Elena, la anciana del lugar, emergía como un faro de historias. Sin embargo, esa noche había un aire diferente, un zumbido bajo, como si la misma luna estuviera contándoles algo.

El misterio comenzó con Inés, una niña de siete años con una curiosidad voraz. Cada mes, su madre, Rosa, le contaba sobre la luna llena y sus poderes. Pero esa noche, la luna estaba oscura, una sombra voraz ocultando su luz. Inés, intrigada, decidió descubrir el secreto. Armándose de un pequeño telescopio que su padre, Antonio, le había regalado, se aventuró hacia la colina que dominaba el valle.

Subió sigilosamente, sintiendo la tierra húmeda bajo sus pies y el susurro del viento que parecía advertirle. Al llegar a la cima, errantes destellos comenzaron a danzar en el firmamento. Inés enfocó su telescopio y, en lugar de la luna habitual, vio un vórtice giratorio de energía, un oscuro reflejo que pareció llamarla.

—¿Quién está ahí? —preguntó con la voz entrecortada, esperando una respuesta.

De pronto, una figura de luz emergió del vórtice. Era Lútar, un viajero de un mundo lejano, con ojos que brillaban como estrellas y una sonrisa que contenía siglos de sabiduría.

—Soy un guardián de los secretos de la luna oscura —dijo, con una voz suave que parecía fluir como el agua—. Su luz es un espejo de lo que ignoramos, un refugio para las almas que buscan respuestas. La luna oscura guarda los sueños de la humanidad, aquellos olvidados en la rutina diaria.

Inés, cautivada, preguntó:

—¿Por qué está oculta? ¿Qué debemos hacer?

Lútar la miró, consciente de su determinación.

—La luna se oculta para recordarnos que no siempre es necesario brillar. Para encontrar la luz interior, a veces hay que explorar la oscuridad. Dame tu mano, y juntos viajaremos a esa dimensión.

Sin dudar, Inés extendió su mano. En el instante en que sus dedos se entrelazaron, un remolino de colores la envolvió, llevándola a un lugar donde las ideas flotaban como globos de helio. Allí, cada pensamiento no expresado tomaba forma, cada deseo oculto se iluminaba. Había un niño que deseaba ser astronauta, una madre que anhelaba ser artista, un anciano que soñaba con volver a amar.

Pero, entre esas visiones, Inés vio otros sueños más sombríos: preocupaciones, miedos, y anhelos arrinconados. Comprendió que la luna oscura era un reflejo de la humanidad misma, un espacio para confrontar lo que se evita. Lútar eludió interferir, permitiendo que la niña absorbiera la esencia del lugar.

—Recuerda, no hay que temer a la oscuridad —dijo Lútar—. Al abrazar nuestros secretos, podemos encontrar el camino hacia el renacer. Cuando regreses, comparte lo que viste, y así la luna oscura brillará de nuevo.

De un golpe de luz, Inés se encontró de vuelta en la colina, con los ojos llenos de estrellas y un corazón que latía con fuerza. La luna oscura había desaparecido, dejando únicamente un brillo suave que iluminaba los rostros del pueblo. La niña sonrió, llevando en su pecho el peso de los secretos descubiertos.

Al día siguiente, en la escuela, en cada rincón del mercado, en cada conversación, Inés comenzó a contar a sus vecinos sobre sus sueños, sus miedos y anhelos, impulsando a otros a compartir los suyos. Las historias se tejieron como una manta, abrigando el valle bajo un nuevo amanecer. La luna oscura seguía su camino, pero ya no era un vacío sin luz: ahora era un faro de esperanza y transformación para quienes osaban mirar.



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