El misterio del dragón dorado

El misterio del dragón dorado

En un pequeño pueblo rodeado de montañas azules y susurros de viento, vivía una niña llamada Lucía. Su cabello rizado como las olas del mar y sus ojos brillantes como estrellas la hacían especial. Lucía era conocida por ser valiente, inquisitiva y amante de las aventuras. Sin embargo, había un misterio que intrigaba a todos los habitantes del pueblo: el dragón dorado que, según las leyendas, habitaba en la cueva de la Montaña Esmeralda.

Cierta mañana, mientras el sol se alzaba de entre las nubes, Lucía decidió que había llegado el momento de desvelar el enigma del dragón. Preparó su mochila con galletas de miel, un cuaderno y su fiel brújula, y partió en busca de la montaña. Su corazón latía al ritmo del tambor de su valentía.

Al llegar a la ladera de la montaña, se encontró con un río de agua cristalina que corría como un canto melodioso. Allí, conoció a un anciano sabio llamado Don Martín, que estaba recogiendo flores silvestres. Lucía se acercó con cautela y le preguntó:

—¿Don Martín, sabe usted algo del dragón dorado?

El anciano sonrió, arrugando su piel como un mapa lleno de caminos. —He oído cuentos sobre él, pequeña. Se dice que el dragón vive en lo profundo de la cueva, custodiando un tesoro enorme, pero también que ayuda a quienes tienen un corazón puro.

Lucía lo miró, su curiosidad en llamas. Sin perder tiempo, se despidió del anciano y continuó su camino. Al llegar a la entrada de la cueva, sintió que el aire se impregnaba de magia. Con un profundo suspiro, entró. Lo que encontró dentro la dejó sin aliento.

La cueva estaba iluminada por un brillo dorado que danzaba a su alrededor como luciérnagas. En el centro, rodeado de joyas relucientes y piedras preciosas, se encontraba el dragón dorado, de escamas brillantes como el sol al amanecer.

—¿Quién osa entrar en mi morada? —rugió el dragón, su voz resonando como un eco profundo.

Pero Lucía no se dejó amedrentar. Con valentía, respondió:

—Soy Lucía, y he venido a conocerte, dragón dorado. ¿Por qué cuidas este tesoro y por qué nadie se atreve a acercarse?

El dragón, sorprendido por su audacia, se inclinó hacia ella y dijo:

—Protejo este tesoro no porque lo aprecie en riquezas, sino porque contiene recuerdos de aquellos que han sido valientes, hungados y generosos.

Lucía se sentó en el suelo fresco y preguntó:

—¿Puedo ver esos recuerdos?

El dragón, divertido por la inocencia de la niña, desató un rayo de luz dorada que iluminó la cueva. De pronto, imágenes danzantes aparecieron en el aire. Lucía vio a grandes guerreros que lucharon por la justicia, a niñas y niños compartiendo juguetes, a personas que construyeron puentes de amistad.

—El verdadero tesoro está en los actos de bondad y amor, Lucía. Si decides llevarte uno de estos recuerdos, asegúrate de que sigas compartiendo alegría en tu mundo —concluyó el dragón.

Lucía asintió, y así, eligió un brillante recuerdo de un niño que había compartido su dulce con un extraño. El dragón, con un suave movimiento de su cola, la envolvió en un destello dorado y, en un susurro, le dijo:

—Ahora tú serás portadora de este recuerdo. Compártelo y su brillo nunca se apagará.

Con el corazón rebosante de felicidad, Lucía salió de la cueva. Nunca había sentido tanto amor por su pueblo. Desde entonces, empezó a hacer pequeñas acciones de bondad: ayudaba a sus vecinos, compartía sus galletas y sonreía a todos los que encontraba en su camino.

El dragón dorado, aunque invisible para el resto, siempre estaba presente, sonriendo desde la montaña, cuidando el tesoro más valioso: los corazones de quienes se atreven a ser buenos y valientes.



Elige y sigue leyendo cuentos cortos