El lago de los reflejos mágicos

El lago de los reflejos mágicos
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En un rincón olvidado del mundo, donde los vientos susurraban secretos a las hojas, se encontraba un lago de aguas claras como el cristal, conocido por todos como el lago de los reflejos mágicos. Este lugar, oculto tras un bosque de árboles centenarios, atraía cada luna llena a niños y ancianos, quienes llegaban a contemplar su belleza y a escuchar los murmullos de sus aguas.

Una noche, bajo la luz plateada de la luna, una niña llamada Valentina, de ojos brillantes como estrellas, decidió aventurarse sola hacia el lago. Siempre había escuchado historias sobre sus reflejos, sobre cómo podían mostrar no solo el exterior, sino también los sueños y anhelos más profundos de quienes se asomaban a sus orillas.

Con cada paso que daba, la brisa acariciaba su cara, llenando su corazón de valentía. Cuando finalmente llegó, el lago resplandecía con una luz mágica; el agua parecía danzar al son de una melodía suave que solo Valentina podía escuchar.

Se agachó, acercando su pequeño rostro a la superficie. Para su sorpresa, lo que vio no era solo su reflejo, sino un mundo de colores y formas que nunca había imaginado. En el agua, bailaban mariposas de mil tonos, mientras un pez dorado, con escamas que brillaban como el oro, se acercó a la orilla y le habló en un murmullo.

«Valentina, ven y sumérgete en nuestros sueños», le dijo el pez, con una voz que resonó como un eco lejano. «Este lago guarda los anhelos de quienes aman. Al hacerlo, descubrirás la magia que habita en ti».

Intrigada, Valentina no dudó. Se zambulló en el agua, sintiendo cómo el líquido mágico la envolvía. En un instante, se encontró en un jardín encantado donde los árboles estaban cubiertos de flores que reían y las nubes jugaban a esconderse entre ellos. Caminó por senderos de cristal, donde cada paso que daba florecían nuevas ilusiones; vio a su abuela cantando viejas canciones, a sus amigos riendo y saltando, y a su perro, el fiel Max, corriendo a su lado.

Valentina comprendió que no solo eran reflejos. Eran deseos, amores y momentos felices guardados en su corazón. En aquel jardín, se dio cuenta de que la verdadera magia no estaba en el lago, sino en los recuerdos que creaban su vida.

Cuando finalmente salió del agua, el pez dorado le sonrió y le dijo: «Lleva contigo la esencia de tus sueños, Valentina. No olvides jamás que la magia está en amar y ser amado. Cada vez que mires el lago, recuerda este jardín y las risas que lo pueblan».

Con una sonrisa que brillaba más que la luna, Valentina se despidió del lago. Al regresar a casa, el eco de la magia la acompañó, mientras en su corazón entendía que cada día era una nueva oportunidad para crear su propio reflejo en la vida.

Y así, bajo la atenta mirada de las estrellas, Valentina se sumió en un profundo y soñador sueño, con la promesa de que el lago de los reflejos mágicos siempre guardaría sus sueños por venir.



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