El encuentro en la feria de verano

El encuentro en la feria de verano

En una calurosa tarde de agosto, el sol se deslizaba suavemente por el horizonte, pintando el cielo de un suave carmesí. La feria de verano había vuelto a la plaza del pueblo, trayendo consigo el aroma del maíz tostado, el chirrido de las atracciones y el murmullo alegre de los niños. En medio de este bullicio se encontraba Clara, con su vestido de flores amarillas que danzaba al compás de la brisa. Sus ojos, dos espejos de agua, reflejaban la emoción que siempre despertaba en ella la feria.

Mientras paseaba entre las casetas, los colores vibrantes la embriagaban más que el olor a algodón de azúcar. Sin embargo, su corazón albergaba una tristeza oculta; aquel verano había perdido el brillo de los anteriores, y las risas que solían llenarlo parecían resonar como ecos lejanos.

Fue entonces cuando sus pasos la guiaron hacia un viejo carrusel, de esos que aún conservan el toque nostálgico de lo artesanal. Allí, entre los caballos pintados, vi un rostro que la atrapó: era Julián, un viejo amigo de infancia, cuya risa había sido el eco de sus mejores recuerdos. Su cabello, despeinado por el viento, parecía capturar los destellos dorados del sol. Un instante eterno los unió en un instante que solo ellos podían comprender.

– Clara – dijo Julián, su voz flotando a través de la música de la feria – ¿cuánto tiempo ha pasado desde aquella última aventura en el río?

La memoria los envolvió, y Clara sintió cómo el espacio entre ellos se desvanecía, como un hilo que se teje con el tiempo. Ella sonrió, como si del pasado hubiera brotado una flor inesperada. Ambos se dejaron llevar por la música y el encanto del momento, compartiendo risas y recuerdos, hasta que la noche comenzó a desplegar su manto estrellado sobre el pueblo.

La vida parecía fluir a su alrededor, transportándolos a un tiempo donde todo era posible. Julián, con una mirada intensa, tomó suavemente la mano de Clara. La atrajo hacia la pista de baile improvisada, donde el ritmo vibrante de la música los invitaba a moverse como si nadie más existiera. El mundo se desvaneció, dejando solo su conexión en medio de luces parpadeantes y sombras danzantes.

Al caer la noche, los fuegos artificiales comenzaron a estallar, dibujando constelaciones de colores efímeros en el cielo. En un instante, entre destellos y risas, Julián se inclinó y, con un susurro cargado de emoción, le dijo:

– Prometamos no perder esto de nuevo.

Clara sintió que el tiempo se detenía. Con un leve movimiento, atrapó una chispa en el aire cargado de deseo y promesas. Lo único que necesitaban era ese instante, encerrar toda su historia en un giro del carrusel que giraba a su lado, donde pudieron verse reflejados, no como amigos de antaño, sino como dos almas entrelazadas.

Caminando entre las luces de la feria, se encontraron en un rincón tranquilo, donde el murmullo del mundo se desdibujaba y la luna se convertía en cómplice de sus corazones. Con un toque suave, se miraron a los ojos, entendiendo que su encuentro estaba destinado a ser más que una simple coincidencia de verano. No había promesas grandiosas, solo un suave acuerdo: dejar que el amor, como aquellas estrellas fugaces, brillara en sus vidas desde entonces.



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