En un rincón olvidado del bosque, donde los susurros de las hojas danzaban al compás del viento, vivía un camaleón llamado Lucas. Con su piel que brillaba en un caleidoscopio de colores, Lucas se sentía el rey de su mundo. Sin embargo, había algo que le inquietaba. En las noches estrelladas, cuando la luna se asomaba altiva, Lucas escuchaba rumores acerca de un arcoíris escondido, un lugar donde los colores eran más vibrantes que cualquier tono que él pudiera imaginar.
Movido por la curiosidad, un día decidió emprender la búsqueda del arcoíris. Se despidió de sus amigos: la rana Clara, con su manto verde brillante, y el búho Sabino, que siempre le contaba historias de otros lugares. Con paso decidido, Lucas cruzó arroyos susurrantes y campos de flores silvestres, mientras el sol acariciaba su piel con suaves rayos.
Tras horas de viaje, llegó a una colina donde las nubes parecían jugar al escondite. Allí, vio una luz chispeante que lo llamaba con dulzura. Era un portal de colores intensos, resistiéndose a ser tocado. Sin pensarlo dos veces, Lucas se adentró en el brillante umbral, dejándose llevar por una marea de tonos que su corazón jamás había sentido.
Dentro, encontró a otros animales que vivían en la magia de los colores: un pajarito de plumas doradas y un ciervo con astas de zafiro. Se presentaron como Rayo y Luna, guardianes del arcoíris. “Este es un lugar donde los colores no son solo una piel, sino una forma de ser”, dijo Rayo con voz melódica. “Aquí, cada color revela la esencia de quien lo porta”.
Lucas sintió que su piel vibraba con una energía nueva. Al tocar la hierba, su cuerpo adoptó el verde profundo; al respirar el aroma de las flores, se tornó rosa; y al observar el cielo, un azul celeste lo envolvió. Comprendió que no se trataba de imitar los colores, sino de sentirlos, de ser cada uno de ellos en armonía.
A medida que jugaba con los demás animales, Lucas descubrió el verdadero significado del arcoíris: no era una meta, sino una experiencia compartida que celebraba la diversidad. Regresó a su hogar, no solo con una paleta de colores más rica, sino con el tesoro de otro entendimiento. A menudo se reunía con Clara y Sabino para compartir historias de lo que había aprendido, mientras el viento continuaba susurrando entre los árboles.
Y así, en el corazón del bosque, donde los colores y las historias florecen como un jardín eterno, Lucas el camaleón dejó de ser solo un artista cambiante, convirtiéndose en un puente de conexión entre todos sus amigos, revelando la magia que reside en cada matiz de la vida.